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Experimentos, protocolos y el “retorno” presencial a las aulas



Se ha vuelto una expresión común: “Abrimos con protocolo”, “nos estamos manejando con el protocolo”. Por donde sea que circulemos, donde preguntemos o consultemos, un hotel, un comercio, un consultorio odontológico, todo está bajo “protocolo”. El sistema educativo no va a ser la excepción y sus propios protocolos ya son un organizador de la (poca) presencialidad que llega en estos últimos días del año. Será mayor, aparentemente, el año próximo.


Hemos y estamos asistiendo y siendo parte de un gran experimento social. Un experimento que semeja un laboratorio, no por su espacialidad, sino por el discurso que lo rige. Durante todo el año hemos visto cómo el discurso y los criterios epidemiológicos han gobernado las sociedades. Fueron además la grilla de lectura en que se organizó la respuesta estatal a todas las variables. El mandato de “hacer vivir” sostiene la legitimidad de los Estados, aunque se cumpla de modo segmentado. El cómo se “hace vivir” queda subordinado. La salud mental y otros saberes, disciplinas o discursos que no son hegemónicos quedan subordinados. Los relatos de las familias, sobre todo de las madres con hijos/as escolarizados que terminaron asumiendo la asistencia educativa de sus hijos/as, están poblados del desgaste, el estrés, “no doy más”.


En una investigación reciente, 54 madres y docentes de distintas provincias y ámbitos urbanos y rurales nos contaron las dificultades que experimentaban, ellas y sus hijos/as, en una escolaridad trunca para algunos/as, las de los sectores más empobrecidos, y la de los contextos rurales. En una escolaridad “virtual” constante e invasiva de la vida hogareña en el resto de los hogares. Sus hijos/as, saturados/as algunos/as, con resistencia a “conectarse” al zoom en otros/as, con deseo de volver a sus compañeros/as en todos/as. Las figuras del desgaste llegaron para quedarse. No hubo lugar para preguntarnos por el cómo se estaba viviendo, la primacía del discurso epidemiológico organizó el criterio de salvar vidas, y evitar el colapso del sistema de salud, el último como gran objetivo logrado.


¿Qué pasa cuando la racionalidad científico-técnica gobierna las decisiones políticas? ¿De qué racionalidades o discursos hablamos? ¿Cuáles son las disciplinas, criterios y campos de conocimiento que organizan esas decisiones y cuáles quedan relegados? Todos ellos son interrogantes válidos para pensar lo que viene. El discurso del “aguantar hasta que esto pase” y la racionalidad epidemiológica no solo produjo desgaste en la capacidad de respuesta de la ciudadanía. Ahora gozan de una poderosa ilegitimidad. Hay un aprendizaje que emerge: la sociedad no se gobierna con epidemiología, ello solo es sostenible en el shock. El mediano y largo plazo requiere (requirió) una mayor plasticidad e imaginación, como lo vienen señalando algunos especialistas desde hace unos meses.


El conocimiento es una relación estabilizada, mediada, con el mundo y los/as otros/as. Es más que percibir, nombrar e identificar peligros, como lo hace el modelo médico epidemiológico vigente: es identificar peligros y problemas por venir, y sobre todo, situaciones de bienestar posible. Los enfoques en el campo de la salud, al menos desde los años 70 (si recordamos el hito de la Declaración de Alma Ata, o las investigaciones de Lalonde en Canadá) que vienen bregando por miradas más integrales sobre la promoción y el bienestar de los pueblos, señalan sin cesar que la variable “sistema de salud” no es la única ni la más determinante para las posibilidades de enfermar o sanar de los colectivos sociales. Los estilos de vida, y las condiciones materiales son estructurales y ejercen una fuerte influencia. La educación también: los sistemas educativos producen salud. La suspensión de su presencialidad seguramente evitó mayores contagios y muertes. Pero la escuela como factor protector (frente a abusos, en la prevención de embarazos no intencionales, de noviazgos violentos, de conductas autolesivas, de promoción de una alimentación integral, entre muchas otras) está interrumpida. Tal vez sea necesario re-instalar en el sistema educativo el rol promotor de salud que le compete y que tanto necesitan niños, niñas, adolescentes y sus madres, sobre las que recae mayormente –en la distribución desigual de los cuidados- la asistencia educativa.


El lenguaje de los protocolos ya organiza buena parte del retorno docente en las jurisdicciones donde ello se materializa. Cómo moverse, qué medidas de prevención tomar, qué espacios para cuánta gente, qué hacer frente a… un conjunto de indicaciones, necesarias, aparecen como condición para reorganizar la escena escolar. Los protocolos aprobados incluyen la dimensión emocional en sus recomendaciones de retorno a la presencialidad.


Hay una tarea que excede, no obstante a los protocolos y que por suerte es imposible de protocolizar. Una oportunidad se abre: la expectativa de que el trabajo docente esté tan preocupado por el desarrollo de los aprendizajes no logrados en este 2020, como por la reflexión (y el conocimiento!) sobre las experiencias personales, familiares y sociales, locales y globales que atravesaron niños/as y adolescentes. Este puede ser un modo de generar un cierto tipo de elaboración sobre el pasado/presente reciente pandémico, al mismo tiempo que reinstalar la potencia del vínculo docente-estudiantes, aquel que subjetiva y da sentido a la experiencia educativa. Y que vuelve a ofrecer una promesa de futuro a las nuevas generaciones.


Antes que evitar la presencialidad –bajo el régimen que sea- se abre la oportunidad de encontrar otros sentidos a la prevención de los contagios, distintos a los relatos epidemiológicos y morales presentes en la actualidad. Hacer de la prevención un saber propiamente escolar. Y pensar en la promoción de la salud de niños, niñas y adolescentes, el bienestar emocional y la salud integral como meta a recuperar –junto al resto de los aprendizajes priorizados-. El discurso de salud integral puede ser, tal vez, más potente en esta instancia, para que el retorno a las aulas integre aspectos propios de lo que dejó este traumática experiencia global.

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